Calidad y precio del formador

Leía ayer en el blog de Del Campo Villares (ex-formador dice él, aunque sospecho que en el fondo no ha dejado de serlo) una reflexión en la que contrapone los conceptos de formador «marca blanca» y formador «de marca«. Del Campo defiende la marca personal como la salida adecuada, pero normalmente eso supone una reducción inicial de clientes potenciales que en estos tiempos no viene nada bien. Mi reflexión inicial se vio reflejada en uno de los comentarios a la entrada: La «marca blanca» como oferta agresiva ante la menor demanda: buena calidad a un precio asequible.

Un catálogo de servicios de formación en el que figure todo nuestro saber hacer debe ser algo a lo que demos valor y a lo que, por tanto, pongamos un precio en consecuencia. No me seduce la idea de reducir el margen de beneficio para aumentar las ventas (aunque caigo en ello cuando no hay más remedio), pero sí creo que puede aplicarse una filosofía parecida en la que el parámetro de la cuádruple restricción que reducimos no sea la calidad (que por principios no toco) ni el coste, sino el alcance o el tiempo.

Ofrecer acciones formativas intensivas, por ejemplo, en las que la corta duración supone un ahorro para el cliente. O cursos en los que se tratan cuestiones muy específicas de las que no nos saldremos, pero que pueden resolver un problema muy concreto. En definitiva, formaciones con un impacto alto pero concentrado, que permiten reducir el coste para el cliente, aumentando nuestras oportunidades de negocio y, de paso, dejando una muestra clara de lo que podemos hacer con más margen.

La formación «low-cost» no es la clase Bussiness y la diferencia se nota, pero ambas te llevan a donde quieres (y prometo no perder el equipaje a nadie).

Profesionalidad

Más de una vez se plantea un dilema que me da más de un quebradero de cabeza, porque supone un disparo en mi línea de flotación como formador. Me esfuerzo por ser un profesional competente, y por eso encaro los proyectos de mis clientes partiendo de dos premisas principales: ajustar el alcance de mi labor a lo que se me pide (es decir, ser fiel al cliente), y dar un servicio útil, cuya efectividad pueda constatarse (es decir, ser buen formador).

Sin embargo, cuando no existe la posibilidad de consensuar los contenidos, y el cliente me proporciona un material en cuya elaboración no he participado, puede ocurrir que ambas premisas entren en conflicto. Más de una vez me he encontrado con unos alumnos deseosos de aprender algo nuevo, motivados para mejorar en su rendimiento a través de la formación, para los que mi cliente directo (que puede no ser el mismo que emplea a los asistentes al curso, claro) tiene desarrollado un material que, de ceñirme a él, les dejaría poco más o menos como entraron pero habiendo perdido unos cuantos días de trabajo.

¿Cuál de mis facetas profesionales toma el mando en esta situación: el proveedor, que debe ceñirse al alcance pactado, o el formador, que procura dar un servicio de calidad?

La profesionalidad no es simplemente ser bueno en tu trabajo: hay una serie de pactos que se deben cumplir, y entre ellos está ajustarse a los requisitos del cliente. ¿Qué pasa si convierto un curso mal diseñado en una acción formativa de calidad, mi cliente se entera y decide que no soy de fiar como proveedor? ¿No he sido profesional? ¿Lo he sido, pero también algo pardillo? Y si el que recibe la formación es un tercero, ¿estoy engañándole respecto a la calidad real del servicio de su proveedor (mi cliente directo)?

Como no siempre estoy seguro de tener más criterio que quien me paga para decidir qué es conveniente impartir o no, es una decisión que tomo con cautela. Hay dos puntos que suelen decidirme a favor de romper la fidelidad al cliente: el primero es pensar en quienes reciben la formación, y el segundo -más pragmático- es la valoración que recibirá mi labor. No me gusta que un mal material comprometa la impresión sobre mi desempeño, así que suelo optar (no como norma, pero tiende a ser así) por incumplir los objetivos de alcance contratados en pro de una buena actuación como formador.

Supongo que prefiero hacer the right thing for the wrong reason

La escena, de la película Airbag.

La formación precocinada en las organizaciones

Leía el otro día en el blog de Dolors Capdet que España es el país con mayor oferta de e-learning, pero donde menos adaptada está a las competencias laborales. La conclusión la daba un estudio que analiza el estado de la formación online en Gran Bretaña, Alemania y Francia también. Parte del dato de que las empresas españolas usan el e-learning para la formación con mucha frecuencia, pero parece ser que con poco esfuerzo de adaptación a las necesidades de los trabajadores (es decir, versa sobre temas generales, posiblemente de interés común, pero sin el imprescindible ajuste de los contenidos al puesto de trabajo).

Creo que la reflexión que me viene a la cabeza no es sólo válida para el e-learning: No abunda el uso eficiente de la formación, y temo que en muchos casos se ofertan cursos como un simple incentivo a los trabajadores, sin preocuparse de hacer la labor de investigación previa (que, para empezar, podría consistir en preguntar a los empleados qué quieren aprender) para orientar esa formación a algo directamente útil tanto al trabajador como a la empresa. Lo cual, seguramente, sería un incentivo aún mayor. Pero claro, requiere un esfuerzo sensiblemente mayor que escoger unos cuantos cursos de un catálogo, y normalmente ocurre una de dos cosas:

  • A la organización no le importa mucho si sus trabajadores quieren hacer esos cursos o no, y los oferta para que el Comité de Empresa deje de dar la paliza. Los trabajadores se apuntan para escaquear horas del trabajo (normalmente yo no les culparía por ello, dadas las circunstancias).
  • Alguien dentro de la organización piensa que habría que optimizar eso de los cursos, pero no tiene tiempo ni recursos para ello (en mi experiencia suele ser un mando intermedio). En este caso, al menos, una comunicación de abajo arriba eficaz -o perseverante- puede llevar a buen puerto.

Por otro lado, la oferta indiscriminada de cursos precocinados, que en e-learning es abrumadora, contribuye a mantener esta situación. No creo que sean malos en si mismos, porque efectivamente pueden ser una buena manera de proporcionar habilidades complementarias e, incluso, de motivar a los trabajadores. Pero para llegar a ese punto hacen falta unas cuantas formaciones estratégicas bien planeadas que sirvan para crear equipos competentes, de alto rendimiento.

Comer en el Burger King puede ser entretenido y agradable, y desde luego puede funcionar como incentivo de cuando en cuando; pero sólo cuando nuestro menú diario es un buen plato casero, hecho al gusto.

¿Y a ellos, qué tal se les ha dado?

Hablaba el otro día de las herramientas de evaluación del desempeño para el formador, y hoy le toca el turno a la valoración de los alumnos. De nuevo, la mayor parte de las veces tendremos cuestionarios y demás proporcionados por el cliente, pero encuentro que es útil hacer un repaso por cuenta propia para ver si los objetivos que definimos (o que nos venían dados si es el caso) se han cumplido o no. Salvo circunstancias especiales (boicot, selección desastrosa, desidia…), es responsabilidad nuestra alcanzar esas metas.
Obviamente no pretendo pasar un examen adicional. Se trata más bien de, una vez en casa y con las zapatillas puestas, analizar si puedo estar satisfecho del grado en que los asistentes han asimilado lo que pretendía:

  • Conocimientos: ¿Manejaban con soltura el vocabulario introducido? ¿Hacían preguntas para profundizar en la materia? ¿Fue necesario repasar conceptos básicos constantemente? ¿Eran capaces de sintetizar lo visto? ¿Hacían deducciones a partir de lo aprendido?
  • Saber hacer: ¿Se finalizaban con éxito las actividades prácticas? ¿Sugerían casos a los que extender la aplicación de lo aprendido? ¿Eran progresivamente más autónomos en la ejecución?
  • Actitudes: ¿He notado entusiasmo? ¿Se han implicado en las actividades? ¿Han aportado ideas? ¿Han hablado espontáneamente de cómo trasladarán lo aprendido a su quehacer diario?

Una breve comprobación de estas cuestiones permite ver de forma sistemática -aunque seguramente poco fiable, desde luego- si las cosas han ido bien, o hace falta alguna reflexión adicional. Cruzando estos datos con los obtenidos de la evaluación de nuestra labor podemos cubrir virtualmente cualquier hueco y resolver si tenemos o no que tomar alguna medida correctora. Si las conclusiones negativas son frecuentes, es posible que necesitemos replantear nuestra adhesión a los objetivos. ¿Tenemos claro cuáles son antes de comenzar? ¿Llevamos la materia a un terreno no pertinente? ¿Marcamos metas definidas, alcanzables y evaluables? ¿La formación que hemos impartido permite responder a las preguntas de arriba, sea positiva o negativamente?

Huelga decir que tenemos que ser honestos con nosotros mismos. Cuando somos nuestros propios jueces, no es un riesgo desdeñable el no querer ver nuestros fallos o quitarles importancia, atribuir el fracaso a causas externas y no controlables y quitarnos de encima la responsabilidad de corregirnos.

¿Qué tal se me da esto, en realidad?

Una de las cosas que tengo en cuenta permanentemente como profesional es la calidad del servicio que presto. Los clientes -consultoras, empresas receptoras de formación, instituciones- proporcionan, por norma, algunas herramientas de evaluación, por lo común cuestionarios que valoran la actuación del formador a partir de las opiniones de los asistentes al curso. Además, corresponde determinar el aprendizaje de conocimientos y capacidades que se ha producido y hasta qué punto los alumnos serán capaces de aplicarlo, quizá incluso realizar un seguimiento o un diseño comparativo y puede que hasta el impacto económico, dependiendo de nuestra implicación en el programa de formación.

Si actuamos como freelances para distintas empresas, el seguimiento que podremos hacer de los resultados puede que no sea suficiente como para sacar conclusiones fiables sobre qué tal lo hemos hecho. Por eso considero importante contar con mi propio cuestionario para pasarlo en cada uno de los cursos que imparto, si es posible a todos los participantes. Esto me permite mantener un archivo personalizado sobre el que poder hacer análisis de mis puntos fuertes y débiles (un DAFO en toda regla, vamos) y ver mi evolución a lo largo del tiempo, comprobando si las enmiendas, correcciones y mejoras que voy haciendo en mi técnica tienen o no impacto sobre la percepción de mis clientes. Al fin y al cabo, mi cometido es cubrir las necesidades y expectativas de quien me contrata y de quien recibe mis servicios, y n o hay mejor modo de saber si lo hago o no que preguntando.

Hablando específicamente de la satisfacción de los alumnos, el procedimiento que uso y que seguramente resulta más sencillo aplicar sistemáticamente es un cuestionario cerrado con preguntas concretas, cuya respuesta se exprese en forma de puntuación numérica en función del acuerdo o desacuerdo con lo planteado (lo que se conoce como escala Likert).

Ejemplo de escala Likert (tomado de http://www.siafa.com.ar)

En función de nuestros intereses haremos hincapié en unos u otros aspectos, pero encuentro imprescindible tocar los siguientes temas:

  • El formador conoce en profundidad el tema impartido.
  • Sabe transmitir esos conocimientos
  • Ha estado disponible y es fácil acceder a él cuando hace falta.
  • El discurso tiene un ritmo adecuado y el formador es buen orador.
  • Escucha con atención, se esfuerza por entender las demandas y es comprensivo y discreto.
  • Tiene buena actitud: es entusiasta, espontáneo y usa el humor adecuadamente.
  • Sabe ser flexible y desviarse del tema en la medida justa cuando es necesario.
  • Tiene capacidad de síntesis y análisis, da información rigurosa y pertinente.
  • La materia y su presentación están bien organizadas, con claridad, y las sesiones tienen una estructura bien definida.
  • Ha sabido tratar dudas, dificultades y objeciones adecuadamente.
  • La proporción entre teoría y práctica ha sido adecuada.

La escala de puntuación dependerá de lo fino que quieras que sea el análisis. Yo uso una escala del 1 al 5, que encuentro adecuada para mostrar tendencias. Si se diera el caso de que los datos tienden demasiado al medio, puede convenir reducir la escala a 3 puntos para forzar las puntuaciones extremas.
Es conveniente dejar un apartado abierto para comentarios críticos, tanto positivos como negativos, y una pregunta sobre la impresión general del curso y su aprovechamiento. A efectos de nuestro análisis no tendrá demasiada aplicación, pero puede ayudar a despejar dudas. Las malas críticas espontáneas no suelen abundar, así que puede ser interesante pedir expresamente que se indiquen aspectos mejorables de nuestra labor. Eso sí, hazlo al final para que la búsqueda de defectos no sesgue las respuestas al resto de cuestiones (¡especialmente en los cuestionarios oficiales!).
Recordemos que lo fundamental es que las preguntas sean específicas para poder tomar medidas concretas. Una valoración difusa o basada en impresiones globales no nos hace mucho servicio.

La parte laboriosa es trasladar todas estas puntuaciones a una hoja de cálculo para realizar el análisis de los datos. El simple agrupamiento bruto de la información ya resultará revelador, y por lo general se marcarán tendencias claras que podremos ver con facilidad si hacemos una representación gráfica. Un análisis más detallado a lo largo del tiempo tendrá que tener en cuenta las distintas variables que puedan actuar de forma diferente en cada grupo (edad de los participantes, sexo, situación laboral, labores desempeñadas, sector, temática del curso…), pero requerirá también de una toma de datos prolongada para resultar medianamente fiable. Obviamente, cuantas más conclusiones podamos obtener, mejor, pero para la mayor parte de los casos bastará con el análisis visual, a pelo, que nos orientará hacia qué partes de nuestro desempeño debemos dedicar más atención, y quizá más importante, en cuáles podemos apoyarnos con confianza.